Amor de Sangre, La Verdadera Navidad

Amor de Sangre — La Verdadera Navidad

Por Pablo Román Caballero

Déjame contarte un testimonio, el más íntimo y sagrado de mi vida: aquel día en que Cristo nació en mi corazón, el instante en que la verdadera Navidad iluminó mi alma como un amanecer eterno. Fue el momento sublime en que la luz, con un fulgor divino, desgarró las sombras que habitaban en mí, y el amor infinito irrumpió con la fuerza de un río desbordado, inundando cada rincón de mi ser. No hay palabra humana que pueda encerrar lo vivido, pero permíteme conducirte a ese día bendito, a ese instante celestial en que los cielos se inclinaron y, como un susurro divino, tocaron mi espíritu, transformándolo con un fuego que nunca se apagará.

Sobre el monte callado, donde la tierra detenía su aliento como en un lamento sagrado, vi a un Hombre alzarse entre el dolor y la gloria, coronado de espinas que brillaban como rubíes de martirio. El cielo, enlutado por su pena, se teñía de sombras profundas, y en ese instante solemne, cada roca, cada brisa leve, llevaba en su seno el eco inmortal de un grito que estremecía los cielos y la tierra. Cristo, majestuoso en su agonía, erguía su cruz como un trono eterno, un altar de amor que abrazaba a la humanidad entera, mientras su pasión, ardiente como el sol que se esconde tras el atardecer, trazaba con sangre y esperanza el destino inmortal de los hombres.

El sol, que antes derramaba su oro sobre la tierra, se apagaba en un velo de ceniza, como si la luz misma temiera el peso de tanto dolor. La luna, tímida y acongojada, se escondía tras las nubes, incapaz de contemplar la escena del infinito quebranto. Sus pies, que una vez caminaron senderos de esperanza, ahora rozaban el polvo sombrío de la humanidad caída, llevando sobre ellos el peso de nuestras miserias. Pero aun en medio del sufrimiento, sus manos, abiertas como un cielo inmenso, dibujaban en el aire un puerto seguro, un refugio eterno, un hogar para las almas perdidas… para la mía, para la tuya, para todas.

Desde su frente, sudaban gotas de sangre, un río escarlata que hablaba de sacrificio y amor. Cada clavo que penetraba su carne no solo hería su cuerpo, sino que llevaba consigo la redención de quienes lo contemplaban. Era un amor que no se agotaba, que no se medía, que se extendía como un himno a la vida.

El madero crujía bajo el peso de su entrega, y el sonido resonaba como un tambor sagrado en el vacío. Con un susurro que parecía envolver el universo, me decía: “Te amo.” No lo gritaba, pero el eco de esas palabras resonaba en mi corazón y en los corazones  de quienes me acompañaban. “Te amo,” repetían sus manos, aunque clavadas. “Te amo,” respondía su sangre, que fluía como un río de perdón.

Mi espíritu se estremició, al oir una voz: Quieto, detén tu mirada aquí. El Cristo que sufre no es solo un hombre, sino un poema vivo tallado por Dios que entrega todo, incluso su última lágrima, para encender en ti la esperanza de una vida eterna. Su pecho se abre, su amor resplandece como un faro, y en su sangre, que corre como un torrente de gracia, se guarda la promesa de tu vida renovada.

Este Cristo inmenso, este Señor de la vida, toma la cruz que yo mismo le puse, que tú le pusiste, y la convierte en un símbolo de bendición. Mis lágrimas caen y mi pecho se agita, pero en sus ojos, claros como un amanecer sin fin, encuentro el perdón que nunca busqué y que siempre necesité.

En el lecho de espinas donde reposa su cuerpo quebrantado, nace una semilla de esperanza que se hunde en mi alma con promesas de eternidad. Sus llagas, abiertas como labios que no callan, susurran a mi corazón un poema sin palabras, germinando flores inmortales en el jardín de mi alma. Y yo, el cantor sencillo que apenas puede sostener su voz ante tanta grandeza, alzo mi espíritu con la humildad del polvo y clamo: ¡Jesús, tú eres mi Dios, tú eres mi salvación, tú eres la luz que vence mi noche eterna!

Y en ese momento, lo entendí todo. El velo en mis ojos se rasgó. Jesús es mi victoria, mi gloria, mi verso. Y ahí, delante de todos, caí de rodillas, bajé mi rostro, y en medio de lágrimas, entoné esta oración:

Perdona, Señor, mis pasos torcidos, mis palabras vacías, mi orgullo necio. Lava mis pecados con la pureza de tu sacrificio, limpia mi alma como el agua cristalina que brota de tu costado herido.

Hoy, en el silencio de este instante, declaro que no puedo caminar más sin ti. Jesús, entra en mi vida, toma mi carga, y haz de mí una nueva criatura. Declaro que tú eres mi Dios, mi Salvador, mi Navidad, el Rey que gobierna sobre mi alma.

Me rindo ante tu amor inmenso. Te entrego todo lo que soy, Señor. Haz en mí tu voluntad, guíame por tus senderos, y permite que mi vida sea un reflejo de tu gracia y redención. Que tu Santo Espíritu venga a vivir en el centro de mi ser y que mi nombre sea escrito en el Libro de la Vida Eterna, amén.

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