Por Pablo Román Caballero
Y una madre, cansada del camino, con su hijo dormido en brazos, preguntó con voz entrecortada:
—Maestro… ¿por qué el poder desprecia al extranjero?
¿Y por qué el Presidente abandona al que sirvió con honor, como si jamás hubiera existido?
Y respondí, no con palabras prestadas,
sino con el corazón abierto como herida viva,
porque algunas verdades solo se revelan desde el dolor.
Hay hombres que olvidaron que un día también fueron forasteros,
y endurecieron su alma tras decretos embriagados de miedo.
Pronuncian el nombre de la nación como si fuera suya,
pero han perdido el mapa que conduce a la patria del amor.
Y aún a sabiendas, el egoísmo es solo lo que les importa.
Construyen muros de concreto y desconfianza,
como si el viento del cielo pudiera ser detenido.
Temen al que cruza con hambre,
pero no tiemblan ante su propia sequía de misericordia.
¿Acaso nadie les enseñó a temer al rostro de Dios?
Y aquellos que sirvieron con manos limpias y corazones leales,
los que oraban antes de cada jornada,
los que nunca tomaron lo que no era suyo,
a ellos los despiden como si fueran estorbos del pasado,
como si la dignidad tuviera fecha de vencimiento.
Y eso duele más que el olvido.
No fue error.
Fue cálculo.
No fue descuido.
Fue estrategia.
Fueron removidos, no por ineficiencia,
sino porque su integridad ya no encajaba en los planes de codicia.
Eso también el cielo lo vio.
Pero el cielo —¡oh, el cielo!—
guarda registros que no se borran con firmas.
Cada lágrima del justo cae como un salmo.
Cada injusticia clama ante el trono eterno…
Y no será ignorada.
El inmigrante despreciado
es el eco viviente del Cristo marginado.
Y el servidor olvidado
será levantado por Aquel que lavó los pies con manos eternas.
Esa promesa aún vive.
No levantes el puño.
Levanta los ojos.
Porque el Reino que viene no se construye con votos,
ni con discursos, ni con desfiles de poder,
sino con justicia, verdad y compasión.
Y ya se oye su andar, pues su día está cerca.
Y cuando los tronos de hierro se oxiden,
cuando las voces arrogantes se ahoguen en su propio eco,
quedarán los mansos,
los que amaron cuando era más fácil odiar,
los que sirvieron aunque nadie los aplaudiera.
Ellos heredarán lo que otros despreciaron.
Y en ese día…
la patria del amor ya no estará perdida.
Porque habrá nacido, una vez más,
en los corazones que eligieron la compasión
por encima del poder.